Desde 1916 y por largos años, funcionó el denominado “tranvía rural”, que partía de la plaza Alberdi hasta el pie del cerro. Era un tren a vapor con vagones techados pero sin paredes, que permitió la comunicación de ida y vuelta con esas zonas de difícil acceso, en la época en que recién aparecían los autos y no existían los colectivos. El periodista Santiago Fuster Castresoy, dedicó un largo artículo a ese tren en 1920, en la revista porteña “Caras y Caretas”.
Narra que llegó a la plaza Alberdi. Esperó un rato, hasta que “un resuello fatigoso acusa la presencia de la locomotora Decauville, reformada, que viene bajando por una calle lateral para enganchar cuatro jardineras”. En ese momento, llegan vendedores ambulantes de toda edad, que ofrecen empanadas, bizcochos, pasteles y otras artesanías domésticas.
“Por fin la chimenea del pequeño tren chisporrotea”; se oye una pitada muy aguda, “y el escarabajo de ruedas inicia la marcha repechando continuamente”. De trecho en trecho, se detiene para que “se produzca e cambio de los que suben y bajan y algún goloso compre un par de bollitos o empanadas”. De vez en cuando, pasa un auto que lo llena de tierra, mientras “nuestro animalito mecánico sigue repechando con un infierno de ruidos, con un terrible rechinar de ajustes y un dislocante sacudimiento de muelles”.
Luego de “una hora de subir por avenida recta y descendente, la voz del escueto mayoral nos insinúa el fin del viaje: ‘¡Aconquija!’ Descendemos mirando hacia la montaña que abre sus senos ahí nomás, a cuatro metros, enseñando un dilema de senderitos y bosques”. El tren inicia el regreso cuando se pone el sol. “Observo que todos los viajeros llevan los brazos cargados de flores, muchísimas rosas, gajos de helechos”, como después de “una romería primaveral”.